Por Rosa Montero
El País, Madrid
Si un explorador marciano viniera a la Tierra, se quedaría turulato al ver que personas adultas son capaces de degollarse y destriparse porque el retal que ellos enarbolan tiene distintos colorines del retal que levantan los contrarios. No me digan que así, observado en frío, no es una payasada.
En cuanto a la llamada "guerra de banderas", sigo pensando que prestamos demasiada atención a los payasos. Si por mí fuera, yo prohibiría que se colgara ninguna bandera en ningún lado. Ni un solo trapajo más ondeando en los edificios públicos. Y que usen los mástiles como barra de ejercicios para el equipo nacional de gimnasia (claro que, tal y como están las cosas, lo del equipo nacional también sería muy discutido).
Sé bien que las banderas son algo más que un trapo porque son un símbolo, aunque tan cargado de la violenta irracionalidad nacionalista que da mucha dentera. Y también sé que el desarrollo de la civilidad conlleva ciertas paradojas.
Una sociedad demócrata no debe matar a los asesinos, ni torturar a los torturadores, ni saltarse las garantías de un Estado de derecho para defenderse de quienes pisotean los derechos de sus víctimas.
De la misma manera, a los que aborrecemos los excesos nacionalistas se nos hace muy cuesta arriba defender una bandera frente a otras, porque desconfiamos de las monsergas patrióticas. Algunos piensan que todo esto debilita a los demócratas frente a los bárbaros; yo creo que no, y la historia lo demuestra: al final, el consenso se impone al vandalismo.
Pero, para ello, hay que tener muy claro lo que queremos. Preferiría que no hubiera pendones patrios, pero si un puñado de violentos mequetrefes envueltos en sus propias banderas (a las que, por cierto, nadie ataca) queman la enseña española, entonces tendré que reivindicarla como mía, y no por española, sino como un símbolo de la legalidad y la civilidad en las que quiero vivir. El símbolo de los que no quemamos las otras banderas.
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